“OBRA MAESTRA” (THE DISASTER ARTIST): UNA VENTANA AL CINE DE CULTO
Los filmes de culto son un fenómeno ajeno a Nicaragua, producto de las particularidades de la distribución teatral en países occidentales, y la sensibilidad de su audiencia. Es difícil definirlos, porque son ellos mismos muy variados. Suelen ser ejercicios que se alejan de los estándares de calidad habituales. Pueden fracasos de taquilla, o películas que pasan desapercibidas en su estreno, solo para ser luego redescubiertas y reevaluadas. A veces vienen de otros países, y que chocan tanto con el standar norteamericano que bien podrían provenir de otro planeta. Parte de la gracia es lo impredecible y espontáneo del fenómeno. Aunque algunos tratan de emular la estética, pero simplemente, nadie puede anticipar que película encontrará esta especie de vida después de la muerte.
Como se consumen es tan importante como su contenido. Se proyectan en funciones de media noche en fines de semana, que convocan a un público entusiasta, comprometido a verlas una y otra vez. El mejor referente es “The Rocky Horror Picture Show” (Jim Sharman, 1975), que 43 después de su estreno, sigue programándose en cines de ciudades grandes y pueblos universitarios. Las proyecciones de “Rocky Horror” son interactivas. Los asistentes llegan vestidos como los personajes y repiten sus líneas a grito partido. Durante un número musical, bailan de pie frente a sus asientos o en los pasillos. Cuando alguien anuncia un brindis – “A toast!” – la gente esta supuesta a tirar hacia la pantalla rebanadas de pan tostado que han traído desde sus casas.
En algún nivel, el cine de culto permite que el ejercicio interpretativo pase de la pantalla a la sala, de los actores al público. No todos admiten ese nivel de interactividad. Años atrás, logré ver el clásico amarillista “Faster, Pussycat! Kill! Kill!” (Russ Meyer, 1965) en una proyección donde miembros del personal del cine, vestidos como los personajes, actuaba una escena sobre el escenario antes de que iniciara la función. Hasta ahí llegaban las travesuras. Las películas de Meyer trafican sobre la cosificación de la mujer. Todas sus protagonistas son mujeres voluptuosas, de pechos enormes. Sin embargo, el texto suele revertir los roles de género, ubicándolas en posiciones de poder. No en balde, han sido reevaluadas y reclamadas para sí por movimientos feministas.
Otros filmes de culto se producen por disonancias culturales. “Amazing Peking Man”, también conocida como “Goliathon” (1977), es un absurdo derivado de King Kong, manufacturado en China por el legendario estudio de los hermanos Shaw. La estrella es un gigantesco simio, sorpresivamente dócil con su acompañante humana, Samantha (Evelyne Kraft), quien al mejor estilo de Tarzán, es una huérfana que el monstruo ha adoptado. Por supuesto que viste con un bikini de piel de tigre. En la escena más memorable, baila frente al explorador Johnny (Li-Hsui Hsien) cargando sobre sus hombros a su mascota, un jaguar visiblemente sedado y con la boca cosida – seguramente, para que no mordiera a la actriz durante la filmación de la escena.
La tradición del cine de culto está tan bien establecida, que florece fuera de sus confines naturales. En el Castro Theatre de San Francisco, ya es tradición que la última semana del año se programa una versión “sing-along” de “The Sound of Music” (Robert Wise, 1965). Cada vez que un personaje canta, la letra aparece como subtítulo para que todos puedan corear la canción. Si alguna vez quiso pertener a la familia Von Trapp, este es su chance de hacerlo y cantar “Do-Re-Mi” con ellos. Es la experiencia de culto, reconfigurada para toda la familia. Supongo que los abuelitos que en su juventud vistieron con el Dr. Frankenfurter ahora quieren compartir la experiencia con sus nietos. La idea de la “proyección de medianoche” ha sido apropiada por la distribución comercial, de tal manera que ahora pueden verla aplicada a productos taquilleros tan seguros como las franquicias de Marvel y la serie de “Star Wars”. Pero nada mas lejos del espíritu del cine de culto que estos productos eminentemente comerciales. El filme de culto no es abrazado por las masas. Es demasiado raro para ellas.
Todo esto suena como una pesadilla para alguien que quiere ver una película con las mínimas distracciones posibles. En este contexto particular, si le doy la bienvenida a la interacción de la audiencia. Primero, porque nace de una legítima conexión con el cine. Es una especie de ritual, donde todos los participantes saben a lo que van. Segundo, las reglas están claras desde el inicio, y el contrato social que ha regido la asistencia al cine no se rompe. Es muy diferente a tratar de ver “Molly’s Game” y tener a un vecino de asiento que tiene que explicarle a su acompañante cada cosa que pasa, o un sujeto que constantemente chequea su celular.
Nicaragua fue escenario para la filmación de un legítimo filme de culto. El británico Alex Cox rompió los fuegos con la comedia “Repo Man” (1984) y el explosivo “Sid y Nancy” (1986), filme biográfico sobre la relación destructiva del guitarrista Sin Vicious y su novia, Nancy Spungen. Su aura de prodigio atrajo a un gran estudio norteamericano para ejecutar su siguiente película. “Walker” tenía el pedigree de un producto prestigioso. Ed Harris asumió el papel del mercenario norteamericano que se declaró presidente de Nicaragua. Marlee Matlin accedió a tomar el papel de su novia sordamuda – sería su primer papel después de ganar el Óscar a Mejor Actriz por “Children of a Lesser God” (Randa Haines, 1986). Nadie estaba preparado para la comedia plagada de anacronismos – en un momento deus ex machina, un helicóptero desciende en la Nicaragua de 1860 para salvar a la tropa del soldado de la fortuna. Tampoco para un filme que usaba este episodio del pasado para comentar irreverentemente sobre la intervención de la administración Reagan en la guerra civil de los 80. El estudio esperaba una pieza de época que ganara Óscares, y recibió un cocktail molotov. Su distribución fue casi inexistente, y la película pasó desapercibida. El mismo público nica de la época la registró con cierto desconcierto. Con el tiempo, el film maudit recibió un lanzamiento en DVD en la prestigiosa Colección Criterion.
“The Room” (2003) se inserta esta tradición. Bien puede ser el gran filme de culto de nuestra generación, en el sentido que es un fenómeno espontáneo. Es una producción independiente en el sentido más estricto de la palabra. Ningún estudio o distribuidora reconocible está detrás de ella. Su creador, Tommy Wiseau, era un hombre sin experiencia en el cine, pero con suficiente dinero como para financiarla. No contento con producir y el escribir el guión, Wiseau, también tomó el papel protagonista. Y pagó para que un cine de Los Ángeles la mantuviera en cartelera por un par de semanas. La película se convirtió en un fenómeno, pero no de la especie que su creador esperaba. El drama sobre dos amigos y la mujer que se interpone entre ellos era tan malo, que se convirtió en una sensación en el circuito de cine de culto.
James Franco inicia su película con testimonios de figuras reconocibles del mundo de la comedia, dando fe del fenómeno: Kristen Bell (Bad Moms), Adam Scott (Little Evil) y el director Kevin Smith (Clerks) nos aseguran que esto es inspirador. Después de ese prólogo, el guión de Scott Neustader y Michael H. Weber presenta el nacimiento de la amistad entre Greg Sestero (James Franco) y Tommy Wiseau (Dave Franco), dos alumnos en una clase de actuación, que se han tragado la mitología de ensueño de Hollywood. Queda patente en un ejercicio actoral que Tommy no tiene talento, pero eso no va a detenerlo.
“The Disaster Artist” reproduce la producción de “The Room” en clave de sátira. Uno no termina de saber si se están burlando del material o si están celebrando el impulso creativo del protagonista, tan ciego al sentido común. Quizás es posible hacer las dos cosas a la vez. Al asumir también el rol protagónico, Franco ejecuta un curioso ejercicio de equilibrio. Su Tommy es una figura ridícula, pero la película nunca es cruel con él, incluso cuando registra reacciones de los demás personajes ante su falta de conciencia crítica. Y si cree que el acto está exagerando el acento o los dejes, espera al final para ver una comparación con el hombre real.
La película nunca se propone resolver el enigma sobre el origen del personaje, o la naturaleza de la relación entre Wiseau y Sesteros. Cuando Greg le anuncia a su madre (Megan Mullaly) que se va a Los Ángeles con un virtual desconocido, ella ejecuta un hilarante episodio de pánico homofóbico apenas contenido. Que los papeles sean interpretados por dos hermanos hacen la inferencia más incómoda aún. Pero esa es la clave de “The Disaster Artist”. Es una comedia de trafica sobre nuestro conocimiento del artificio, la ficción literal y su fabricación.
El rodaje alcanza un punto dramático en una malograda escena de sexo, donde los técnicos luchan por proteger a Juliette (Ari Graynor) de la agresividad de Tommy. La escena se vuelve aún más incómoda a la luz de las recientes acusaciones contra Franco. El actor directo no podía anticipar que esto iba a suceder, pero la coincidencia sigue a la letra la agenda de la película: abrir la cortina que separa la ficción de la realidad, y reflejarla en un espejo hasta que una se confunda con la otra.
El reparto está lleno de actores reconocidos, que con su sola presencia avalan la agenda del filme. Los galanes juveniles Zach Efron (Baywatch) y Josh Hutcherson (Los Juegos del Hambre) ganan credibilidad. Realeza cómica como Alison Brie (Community, G.L.O.W.) y Bob Odenkirk (Breaking Bad, Better Call Saul) acarrean credibilidad con su presencia. Melanie Griffith y Jackie Weaver le dan el toque de Hollywood. En una escena tan sutil que pued epasar desapercibida, la veterana dispensa la moraleja de “The Disaster Artist”: la recompensa del artista esta en hacer su trabajo. Todo lo que viene después, para bien y para mal, es extra.
La burbuja de Wiseau solo se rompe en dos ocasiones. A medio metraje, Tommy y Greg se encuentran en un restaurante con una figura poderosa que el guión se niega a nombrar. El personaje es interpretado por el humorista Judd Apatow, quien descubrió a Franco y varios de los actores que ahora lo acompañan cuando producía su influyente serie de TV “Freaks and Geeks”. En aire queda flotando la posibilidad de que se esté interpretando a sí mismo. Tommy, matriculado en el sueño que la industria vende, interrumpe la conversación del hombre para preguntarle como entrar en el negocio del cine. Quiere ser “descubierto”. El hombre, indignado por la intromisión en su privacidad, devora al inocente soñador, con tal intensidad que el espectador puede sentir pesar por Tommy.
Pero el patán tiene razón. Tommy no sabe jugar el juego, pero tiene suficiente dinero como para armar un remedo de partida. Y en su camino, encuentra suficientes oportunistas dispuestos a ganar dinero a costa de su ignorancia o estupidez. “Obra Maestra” es más interesante cuando pone en perspectiva las diferencias entre el sueño y la realidad de la industria del cine. Tommy se tragó el cuento de que Lana Turner fue descubierta sentada en la barra de una droguería, vistiendo un sweater apretado de leyenda. No es casualidad que para estrechar sus lazos de amistad, Tommy y Greg hacen un peregrinaje nocturno al lugar del accidente mortal de James Dean. La mitología escrita por los departamentos de publicidad de los estudios sigue viva, pero ha mutado a través de la tecnología. Sube tu obra maestra a YouTube, y espera que los correos electrónicos de los agentes lleguen a tu buzón.
El segundo encuentro de Tommy con la realidad – y el más dramático – tiene lugar en el estreno de la película. Al contemplar la incompetencia del filme, la audiencia pasa del estupor a la burla. En un momento de transformación que Franco vende con cada fibra de su talento actoral, vemos como Tommy se despoja de sus ilusiones para abrazar otra especie de celebridad, la que está enraizada en la infamia. Su película “es tan mala que es buena”. Y con eso basta.
“The Disaster Artist” cierra con una secuencia que podría someterse a alguna bienal del arte. En dos recuadros, lado a lado, Franco presenta simultáneamente fragmentos de escenas, comparando ambos filmes. Las voces de los actores casi se funden en una sola. Así de exacta y amorosa es la simulación.
Algunos cronistas han contemplado la posibilidad de que los talentos detrás de esta película pecan de insulares, xenófobo y racistas. El acento vagamente eslavo de Tommy es una especie de chiste permanente a lo largo de todo el filme. Es un migrante de procedencia desconocida, que al menos tiene suficiente dinero como para ser tolerado. Si es ese el caso, Tommy sigue su dinámica y aprovecha la humillación como una oportunidad promocional. Ha desfiló con Franco en el tour publicitario del filme. Cuando el equipo de producción subió al estrado aceptar el Globo de Oro a la Mejor Película Cómica o Musical, de un manotazo el actor evitó que Tommy tomara el micrófono y lo acaparó para dispensar su discurso de agradecimiento. El último desplante es sólo una dosis más de abono para el fenómeno. Tomando lecciones de Russ Meyer, Wiseau no controla todos los derechos de su película, y no ha cedido licencias a ningún servicio de streaming. Si quiere ver «The Room», tiene que ir a alguna de las proyecciones que su propia compañía programa. O comprar el DVD que ellos editaron y distribuyen a través de Amazon – puede encontrarlo aquí. Bien pensado, Tommy. Bien pensado.
«The Disaster Artist» apenas pasó una semana en la cartelera local. Quizás la falta de familiaridad con su fuente de inspiración operó en su contra. Quizás su visión es demasiado insular. Sin embargo, demanda ser vista por los fanáticos del cine y la comedia. Es una fascinante mirada detrás de las cámaras.