LUIS BUÑUEL: SILENTE Y SONORO
Luis Buñuel nació en 1900 y sin proponérselo, marcó la actitud de la cultura popular del siglo XX. Todo empezó con un par de películas producidas en el punto de inflexión en el séptimo arte, el momento de transición del cine silente al cine sonoro.
“UN PERRO ANDALUZ”
“Un Chien Andalou” (1928) fue la carta de presentación de Buñuel ante el movimiento surrealista de Paris. Acompañado de su amigo Salvador Dalí, creó una inquietante colección de estampas preñadas de símbolos y provocaciones. La película apenas dura 16 minutos, pero en ese tiempo se destilan ideas y preocupaciones que el director exploraría durante toda su carrera. Informado por la anarquía del dadaismo, pero temperado por la fascinación de los surrealistas con el psicoanálisis, “Un Perro Andaluz” habla en el lenguaje de los sueños. O más bien, el de las pesadillas. No hay una trama en el sentido tradicional, pero tampoco una colección aleatoria de imágenes. Buñuel nos reta a que armemos sentido de lo que vemos. Los episodios están separados por intertítulos que establecen una secuencia temporal – “Érase una vez…”, “Ocho años antes”, etc – pero es una de las múltiples trampas que el director planta para espectador, quien lucha por armar sentido del sinsentido.
La primera secuencia es una declaración de principios. Un hombre afila una navaja de afeitar. Mientras una nube corta el círculo de la luna, él corta con la hoja de la navaja el globo ocular de una mujer (Simone Mareuil) que mira impasiva al espectador. Los movimientos de la luna y la navaja son congruentes. La nube es etérea y benigna. Su corte en la luna es inofensivo e indoloro. Pero el ojo se rompe bajo la sólida hoja de la cuchilla, derramando líquido ocular. El contraste sigue siendo chocante. Hay más filo en la yuxtaposición de imágenes cuando se sabe que el hombre es el director en persona, Buñuel, anunciando literalmente que planea agredir al espectador. Bien puede ser que haya asumido este papel por economía o casualidad, pero el poder alegórico del gesto es innegable. Con su presencia nos dice “esto es lo que es voy a hacer a ustedes”. ¿Seguros que quieren mirar?
Descifrar los símbolos puede ser tarea de tontos, pero es inevitable para el espectador activo. Por puro entretenimiento, trataremos de hacerlo.
Un intertítulo temporal – “Ocho años después…” – nos lleva al protagonista putativo, un hombre (Pierre Batcheff) recorre en bicicleta las calles de Paris. Viste saco y corbata y al mismo tiempo lleva piezas del hábito de una monja. De su cuella cuelga una caja de madera. Una disolvencia le confiere apariencia fantasmagórica, y combina su forma con los edificios que pasa de largo. La cámara ofrece un close up de la caja, y disuelve a negro por un segundo para revelar a una mujer en un apartamento, leyendo. Es la misma mujer del ojo cortado, pero ahora lee, ilesa. Presintiendo la llegada del hombre, lanza el libro a un lado. Mira por la ventana, y su visible disgusto hace que el ciclista se desplome en la acera. Baja a la calle, besa amorosamente al hombre inmovil y abre la caja, sacando un pequeño paquete.
Un corte simple nos devuelve a su apartamento, donde la vemos desenvolver el paquete. Saca una corbata y un cuello de camisa. Los posa en la cama junto con las piezas del hábito de monja y la caja, en la posición que tendrían su el hombre que los portaba estuviera acostado en la cama. Ella se sienta a mirar intensamente las prendas, y esta acción parece materializar al ciclista sus espaldas. Él observa intensamente la palma de su mano. Tiene un agujero que parece estigma, y de ahí, salen hormigas. Un detalle del agujero hirviendo de hormigas se disuelve a la toma de una axila, y de ésta, a un erizo de mar posado en la arena.
Una disolvencia a negro nos devuelve a la calle, donde una figura masculina empuja una mano cercenada con un palo, mientras una multitud pulula a su alrededor. Ya de cerca, notamos que se trata de una mujer vistiendo ropas de hombre, con melancólica disposición. Un policía interviene, interpelando a la mujer. La pareja observa desde la ventana del apartamento. El policía recoge la mano y la guarda en una caja similar a la que el hombre de la bicicleta llevaba, y que la mujer ha subido al apartamento. La mutitud se dispersa, dejando a la mujer en el centro de la calle, abrazando la caja con intensidad. Automóviles empiezan a corren a su alrededor.
El hombre observa intensamente desde arriba. Los cortes entre el hombre mirando, los autos y la mujer en la calle, crean una sensación de suspenso, hasta que un coche efectivamente la arrolla. En el apartamento, el hombre se lanza sobre la protagonista con lascivos avances de caricaturesca exageración.
¿Que quiere decir todo esto? Pues, lo que usted quiera, o lo que usted interprete. Personalmente, creo que Buñuel usa las expectativas del espectador, condicionadas por otros productor culturales, para menoscabarlas y criticarlas. Al establecer a una pareja como protagonista, creemos que estamos ante una historia romántica. Pero el hombre parece morir y desaparecer. Y cuando regresa, reconstutido por piezas simbólicas de ropa y la voluntad de la mujer, se porta como un sátiro grotesco. Manosea sus pechos imaginándolos desnudos. El director nos mete en la cabeza del hombre, disoviendo de una toma de las manos sobre los pechos de la mujer arropada, a una toma de la misma acción sobre el cuerpo desnudo. La disolvencia nos comunica que pasamos del mundo real – al menos, cuan real pueda ser – al espacio mental del hombre. El repunte cómico viene después, cundo cortamos a un close up del hombre, con los ojos en blanco y babeándose de placer.
Buñuel usa la repetición de acciones, personajes e imágenes para construir ideas que el espectador debe interpretar. Algunos símbolos son claros. En medio de su asedio a la mujer, el hombre parece recordar algo. Toma unas cuerdas del suelo y empieza a jalar algo pesado. Poco a poco, Buñuel revela los elementos de esta carga. Primero, dos placas de piedra que parecen las que consignan los mandamientos de la Ley de Dios que Moisés bajó del monte Sinaí. Al final, dos burros muertos encima de dos pianos. En medio, los frailes de rostro asombrado. El peso impide que el hombre alcance a la mujer. Ella aprovecha para huir. Los mandamientos y los frailes representan el dogma religioso, los pianos la cultura, y los burros muertos la industria, o la vana búsqueda del lucro. Este conjunto de cosas previene que el hombre satisfaga sus instintos sexuales.
La mujer escapa y trata de encerrarse en un cuarto, pero el hombre mete su mano, nuevamente llena de hormigas, en el quicio de la puerta. Mientras ella forcejea, un doble del hombre se ha reconstituido, y ahora viste el cuello, la corbata, las piezas del hábito de monja y la caja que habíamos visto en la mujer atropellada. Su disposición es sombría y sedada, en franco contraste con el deseo desatado del sujeto que esta en la pieza contigua. La mujer lo mira preocupada. Un intertítulo nos dice “Como a las tres de la mañana…”.
Tome nota de como Buñuel cambia bruscamente el tono de la película. El prólogo chocante anticipa el “shock cinema” y el sensacionalismo. La introducción de la pareja parece sentar las bases de un drama romántico. El interludio de la mujer atropellada tiene un tono lírico, abonada por el uso de “Tristan e Isolda” como música de fondo. Y en contraste radical, esto da paso a la “sexi-comedia” en la que el hombre se convierte una caricatura de deseo masculino, como el lobo lascivo de los dibujos animados de Tex Avery.
A través de estos episodios, tenemos símbolos que se repiten, objetos que aparece una y otra vez en diferentes contextos, e imágenes que “riman” al ser contrastadas. Hasta los seres humanos se multiplican. Después del intertítulo que nos manda a la madrugada, un hombre toca el timbre del apartamento. En un genial repunte surrealista, en lugar de una campana, dos brazos humanos saliendo de una pared sacuden una cocktailera. El visitante es un hombre vestido de saco y sombrero que sólo vemos de espalda. Entra e increpa al protagonista acostado. Lanza sus prendas por la ventana, y como si fuera un niño, lo castiga mandándole que se quede de pie frente a la pared. Un intertítulo dice “16 años después” y volvemos al cuarto, donde el extraño recién llegado se voltea hacia la cámara y se revela como el mismo actor.
La insistente puesta en escena que lo mantiene de espalda sirve para construir el efecto sorpresa de la revelación, de alguna manera menoscabado por el posicionamiento de un intertítulo inconsecuente, que corta el flujo de las imágenes.
Hasta este punto, el actor Pierre Batcheff ha aparecido como cuatro hombres distintos, que en realidad son uno solo: el ciclista desvanecido, el sátiro morboso, el aparecido castigado, y el extraño de la madrugada. Este último, ahora avanza conmocionado hacia una mesa donde posan unos libros, y la tabla de un pintor con pinceles y pinturas. Le entrega los libros al castigado, para darle más peso en los brazos. Al darle la espalda, un corte brusco transforma los libros en pistolas, con las cuales el castigado mata al hombre de la madrugada. Los libros, convertidos en pistolas, sugieren como la cultura puede ser empleada como un arma.
El cuerpo cae, pero un corte lo traslada a un bosque. La espalda de una mujer desnuda, sentada, amortiza un poco su caida, pero cuando termina de aterrizar entre las hojas, ella desaparece. Un grupo de hombres recogen el cuerpo sin vida y lo llevan a través del bosque. La multiplicidad del ser humano queda patente en el protagonista que se desdobla en facetas diferentes. Cada una con deseos encontrados que terminan cancelándose mutuamente.
Pareciera que la película ha terminado, pero una disolvencia a negro nos regresa al apartamento. La mujer cierra una puerta y mira fijamente a una polilla con una calavera en el lomo. Un corte sugiere que esta se transforma en el hombre – la quinta aparición de Batcheff -.
Este se tapa la boca, y al mover la mano, revela que los labios han desaparecido. La mujer se pinta sus labios furiosamente. Un moño de vellos aparecen por disolvencia en el lugar donde debería estar la boca del hombre. La mujer revisa su axila y se sorprende al descubrirla limpiamente afeitada.
Este motivo visual nos regresa al montaje previo en el cual rimaban la mano llena de hormigas, la axila masculina y el erizo de mar. En esta escena, el hombre y la mujer están en extremos opuestos de la habitación. No se tocan. Pero la imagen sugiere un acto sexual de una manera más efectiva que ver gráficamente al hombre besando la axila de la mujer. También es ridículo y divertido. Es testamento al poder de las imágenes de Buñuel que estos motivos visuales se sigan utilizando en otros contextos, con su poder de shock intacto. En “Matrix” (Lana & Andy Wachowskis, 1999), Neo (Keanu Reeves) es despojado de su boca en un momento crucial. Pero en la película de acción contemporánea, el momento tiene menos niveles de significados, y ninguna carga cómica.
La mujer responde a esta provocación con muecas infantiles, y sale por la puerta, que la lleva a una playa. A la orilla del mar la espera un hombre de disposición segura – ¿la sexta encarnación de Batcheff? ¿O es un hombre distinto? -. El la increpa silenciosamente mostrándole su reloj, pero ella lo besa juguetona y lo guía por el brazo siguiendo la costa. Entre la arena encuentran objetos arrojados por la marea: son las prendas del hábito de monja, la caja de madera destrozada. Siguen su camino sin ninguna eventualidad. Un intertitulo final dice “En primavera…”, dando paso a una toma de la pareja inmóvil, enterrada hasta la cintura en la arena. La palabra “Fin” aparece, cerrándo el ciclo sobre la pantalla. Pero en su cabeza, le apuesto que seguirá corriendo, elusivo y enloquecedor.
LA EDAD DE ORO (1930)
Buñuel reveló que se preparó para el estreno de “Un Chien Andalou” llenándo sus bolsillos de piedras. Se escondió detrás de la pantalla, esperando que al final de la proyección se desatara un linchamiento para el cuál estaría listo a defenderse. Pero no sucedió eso, sino todo lo contrario. La gente aplaudió la película, que fue celebrada por los surrealistas. La buena recepción envalentonó a Buñuel para producir “La Edad de Oro”, que vendría a ser su primera película sonora, siempre en complicidad con Salvador Dalí. Con el generoso financiamiento de un noble que buscaba establecerse como productor de cine, Buñuel se dispuso a trabajar en una escala más ambiciosa. “Un Chien Andalou” dura 16 minutos, y “La Edad de Oro” apunta a 63 minutos. En ambas películas usa estrategias similares, pero el mayor metraje le permite mayor densidad temática, e incluir más chistes y ocurrencias.
A la hora de confundir las expectativas del espectador, “La Edad de Oro” es más transparente estructuralmente. Cambia de registro con relativa claridad. La película inicia como un documental de naturaleza dedicado a los escorpiones, con inter títulos estériles e informativos. Uno de ellos nos informa que la cola del escorpión tiene cinco secciones, incluyendo el aguijón por donde inyecta su veneno. Y así es la película misma que estamos viendo. El falso documental es al primera parte. La segunda, sigue a un grupo de campesinos revoltosos planeando torpemente una rebelión, mientras las instituciones de la sociedad moderna (iglesia, ejército, industria) conquistan su tierra. La tercera, un documental de viajes sobre Roma. La cuarta es una retorcida comedia sobre dos amantes que no pueden consumar su pasión. La quinta es un remedo de adaptación literaria.
Entre la multitud de símbolos y ocurrencias que Buñuel lanza, prevalece la preocupación por el deseo insatisfecho, obstaculizado por la casualidad, la represión, los prejuicios o el miedo. Este es un tema que Buñuel exploraría a lo largo de todas sus películas, pero que encontraría su manifestación más contundente en “El Ángel Exterminador” (1962) en la cual un grupo de gente no puede abandonar el salon de su anfitrión después de una cena, a pesar de que nada se los impide fisicamente; y en “El Discreto Encanto de la Burgesía” (1972), donde otro grupo de gente refinada quiere reunirse para comer, pero nunca llegan a hacerlo.
La suspicacia de Buñuel frente a la condición humana no conoce fronteras. Se identificaba como anarquista, pero se negaba a idealizar románticamente al proletariado. La vileza del ser humano no conoce de condicionamientos ideológicos. Tome nota en “La Edad de Oro” de la secuencia en que un vigilante ejecuta a su pequeño hijo sólo porque le arrebata un cigarro. O el episodio de los inefectivos guerrilleros campesinos, que finalmente sucumben ante la llegada de los poderosos. Jerarcas de la Iglesia se convierten en esqueletos sobre una peña, pero aún así se erigen imbatibles. Una turba de militares y hombres de negocios descienden sobre la isla rocosa, interrumpiendo los escandalosos juegos sexuales de una pareja.
Buñuel tampoco idealiza el amor. El hombre y la mujer se revuelcan en el lodo, completamente vestidos, dándo ridículos alaridos de placer. La multitud los separa, y a través del resto de la película, tratarán infructuosamente de consumar su pasión. La secuancia más extensa se desarrolla en una fiesta de gente refinada, tan ensimismados en sus ritos sociales que no registran como el mundo se derrumba a su alrededor. Buñuel muestra, literalmente, la demolición de edificios. En plena fiesta, una carreta campesina guiada por bueyes cruza un gentil salón. Ninguna de las damas o los caballeros la nota pasar.
Además de la carreta, otros símbolos de la economía agrícola irrumpen en el ambiente de la alta sociedad. Una vaca descansa en la cama de la heroína. En el climax de la película, el héroe lanza por una ventana un arado. ¡Y también a un cura!
Si al principio la sociedad impedía que los amantes consumaran su pasión, ahora son ellos mismos los autores de su frustración. Buñuel los abandona insatisfechos, y corta repentinamente a un epílogo que se presenta como adaptación de “Los 120 Dias de Sodoma” del Marqués de Sade. El repunte cómico de toda la película es que Jesucristo aparece abandonando el castillo, como uno de los libertinos que por 120 días, sació sus peores instintos con donceles y doncellas inocentes. Esa es la otra bete noire de Buñuel, la religión. Sus fascinantes duelos con esta institución incluyen a “Nazarin” (1959), “Viridiana” (1961), “Simón del Desierto” (1965) y “La Vía Lactea” (1969).
«Un Chien Andalou» y «L’Age d’Or» se presentaron en el Curso de Apreciación Cinematográfica del Centro Cultural de España en Nicaragua y la Universidad Centroamericana. Nuestra próxima sesión tendrá lugar el lunes 22 de junio, con la proyección de «El Espíritu de la Colmena» (Víctor Erice, 1973).