“EL VIAJE A NINGUNA PARTE” (Fernando Fernán Gomez, 1986): MENTIRAS DE ACTORES

“EL VIAJE A NINGUNA PARTE” (Fernando Fernán Gomez, 1986): MENTIRAS DE ACTORES

Fernán Gómez, Diego y Sacristán: el ocaso de una dinastía actoral
Fernán Gómez, Diego y Sacristán: el ocaso de una dinastía actoral

Fernando Fernán Gómez es una de las figurac cumbres de la actuación en Españoa. Al morir en el 2007, a los 86 años de edad, había acreditado 212 apariciones en cine y televisión. Pero más allá de la cantidad, logró crear trabajos distintivos con los mejores directores españoles del siglo XX. Desde Berlanga hasta Erice, Fernán Gómez se convirtió en un doble del español promedio, un genuino referente identitario nacional. Pero además de actuar, incursionó detrás de las cámaras como director. En esta faceta, su película más celebrada fue “El Viaje a Ninguna Parte”, homenaje a las modestas tropas de actores que viajaban por los pueblos de la España profunda, que además le sirvió para meditar sobre la naturaleza del oficio actoral.

Los “cómicos de la legua” era un referente en la vida cultural provinciana. Eran pequeñas compañías de teatro que viajaban de pueblo en pueblo es una gira permanente. La película dramatiza los últimos días de una tropa encabezada por Carlos Galván (José Sacristán). La tropa incluye a su mujer de hecho, Juanita (Laura del So), la veterana Julia (María Luisa Ponte), y el actor y administrador Sergio Maldonado (Juan Diego). La compañía es un negocio familiar, fundado por su padre, Arturo (Fernán Gomez). El evento iniciador de la película es la llegada de Carlos (Gabino Diego), un hijo “perdido” de Carlos, quien ya mayor de edad, es enviado por su madre para que el padre desentendido se ocupe en darle un oficio. En teoría veremos a través de sus ojos la vida del grupo, pero este es sólo una de varias pistas falsas que el director planta bajo nuestros pies.

La trama se desarrolla en tres tiempos. La primera imagen que vemos es a Carlos, envejecido, conversando con un interlocutor invisible sobre su carrera. Mira directamente a la cámara, hacia la audiencia. Nos habla a nosotros. Esta decisión directorial enmarca toda la película como una “pieza de memoria”. El espectador, desarmado por este amago de inclusión, puede olvidar el truco narrativo del “narrador de poco fiar”. La compañía de Galván vive un genuino viacrucis, a través de las provincias decimadas por la guerra civil. Actuan en fondas y casas comunales virtualmente vacías. A veces, ni siquiera tienen que comer. Y además de la pobreza, tienen que lidiar con la competencia que acarrea el avance tecnológico del cine. Un proyeccionista ambulante, dotado de un proyector, películas y una camioneta, sigue el mismo circuito, en franca competencia por los exiguos centavos de los aldeanos.

Las desventuras del grupo varían en tono, de patético a picaresco. Pero en la hora más aciaga, nos tiran una tabla salvavidas. Carlos, el narrador, nos cuenta de su eventual triunfo en el mundo del cine. El primer destello de ese futuro halagueño es una entrega de premios, en el lujoso salón de un hotel art deco. A veces, la película parece desafiar nuestras expectativas. La llegada del hijo perdido promete continuidad en el linaje de la compañía teatral. Que el joven Carlos siga el camino de su padre y su abuelo supondría un gesto poético de reconciliación generacional. Pero al chico no se le da la actuación. Tan pronto como puede, pone los pies en polvosora. La compañía se disuelve, y Carlos se encamina hacia su triunfo en la emergente industria del cine.

Fernán Gomez divide nuestra atención en tres bandas temporales. Carlos el narrador hablándonos desde el futuro (los años setentas, quizás); Carlos el cómico de la legua, sufriendo en las provincias (los cuarentas); que desemboca en Carlos el actor de teatro y cine, escalando hasta la cima de la industria en Madrid (cincuenta a setentas). El espectador acepta la melancolía implícita en el fin de la era de los actores ambulantes porque nos extienden la panacea del eventual triunfo del protagonista. Estamos condicionados a esperar que el talento triunfe, que nuestros héroes escalen hasta lo más alto del negocio del espectáculo. “El Viaje a Ninguna Parte” parece seguir ese camino, hasta que Fernán Gomez hala la alfombra debajo de nuestro pies con un giro inesperado: el Carlos envejecido que le habla a la cámara, el narrador de la historia, no llegó a triunfar en el mundo del cine. No le habla a un peridista, interesado en documentar el meteórico ascenso de su carrera. Le habla al psicólogo de un asilo de beneficiencia. La revelación no es una sorpresa gratuita, porque llega al corazón del oficio actoral. En el nivel más primario, el actor miente para nuestro beneficio. Miente para distraernos, para persuadirnos de una ficción en la cual él es una pieza crucial. Y lo hace con nuestra complicidad. ¿Podemos renegar de Carlos y sus mentiras, si nosotros mismos estamos tan ávidos de creerlas?

Mutis por el foro: cuando llueve, es a cántaros
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“El Viaje a Ninguna Parte” esta bellamente producida. La fotografía de Jose Luis Alcaine, el diseño de sets y vestuario de Julio Esteban, y la edición de Pablo del Amo, conspiran para crear una visión casi antropológica del ocaso de la era de los cómicos de la legua. En tono y forma, la película recuerda a las “piezas de memoria” de Woody Allen, que conectaban la memoria personal con la era dorada de grandes industrias del entretenimiento: la era dorada de Hollywood en “La Rosa Púrpura del Cairo” (1985); y la época en que la radio reinaba en todos los hogares con “Radio Days” (1987).

Pero nada funcionaría si no fuera por José Sacristán. El actor presenta una exquisita actuación. No sólo la mejor de su carrera, sino una de las mejores del cine español. Invoca casi cuatro décadas de una vida, en varios planos de realidad, y es persuasivo hasta el momento de la muerte. Fernán Gomez lo despide con un minuto de silencio a lo largo de los lugares que le sirvieron de escenario, reales e imaginarios – o más bien, todos imaginarios, porque sabemos que estamos viendo una construcción cinematográfica. Pero el impacto emocional es innegable, especialmente cuando la cámara repasa el legendario Cafe Gijón, lleno de veteranos, aspirantes, diletantes y soñadores. En el fondo, todos queremos creer en lo imposible. Esta carte de amor a los actores toma medida del sueño y la pesadilla, convencida de que pase lo que pase, la lucha vale la pena. La película ganó tres premios Goyas: Mejor Película, Mejor Dirección y Mejor Guión Adaptado.

“El Viaje a Ninguna Parte” se presento en el marco del Curso de Apreciación Cinematográfica del Centro Cultural de España, en la Universidad Centroamericana de Nicaragua. La próxima proyección, de “Vámonos con Pancho Villa” (Fernando de Fuentes, 1936) tendrá lugar el lunes 27 de julio, a las 3:00 pm, en el Auditorio Roberto Terán de la UCA. Entrada libre.

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